historias recuperadas casi un siglo después

Casi un siglo tuvo que pasar para que formaran parte de la historia las vidas de las hacheras de La Maruja, como Juanita, Mirta, Feliza y Margarita, quienes durante una recorrida con Télam por ese pueblo del noroeste de La Pampa rescataron del olvido aquellos años dedicados a este oficio en el corazón del monte de caldén, que a filo de hacha partió sus vidas en dos.
No fue la llegada del tren, en 1927, lo que definió los inicios de La Maruja, como en los demás pueblos, sino los obrajes de hacheros y hacheras que llegaban a estas tierras con el augurio de prosperidad.
A la par de los hombres, las mujeres desmontaron bosques, abrieron caminos, produjeron toneladas de madera y sobrevivieron a la explotación y la miseria de los toldos. De todo eso sólo queda el relato de unas pocas.
En el mediodía de un sábado, el chirrido del portillo de madera irrumpe en el silencio de este pueblo de cinco cuadras por siete de pura llanura.
Desde la puerta de su casa, Juanita Sombra comienza a desempolvar, ansiosa, su historia: «Yo soy hija de hacheros, así que ya desde chiquita empecé. Fue toda una vida en el hacha».
Según los cálculos de sus vecinos, Juanita es la más grande del pueblo. De sus 82 años, al menos la mitad los pasó entre aserraderos y montes de la zona.
«Nosotras hacíamos de todo: voltear caldenes, pelar postes y varillas, cortar la leña, quemar las ramas, hacer rastrojos», enumera la mujer durante una visita de Télam en La Maruja.
El del hacha era un trabajo bravo, robusto. «Todo a fuerza de pulmón», dice Juanita, mientras frota las yemas curtidas sobre la palma de su mano.
Dependiendo del pedido del patrón es como se daba la hachada: talaban del tronco o, si el objetivo era desmontar para la incipiente agricultura, los tiraban de raíz.
«Apenas si llegaba a asomar la cabeza de los pozos que cavaba alrededor de los caldenes para hachar sus raíces y así tirarlos», cuenta.
Hasta de dos metros de diámetro era el tronco de un caldén, árbol característico de La Pampa, y 12 metros podía alcanzar de altura, mientras que el cuerpo menudo de Juanita no supera los 1.55.
«Una fuerza bárbara había que tener, era mucho esfuerzo para el cuerpo», asegura la hachera, que a cada golpe de hacha parecía estar «por partirse en dos».
A sus 18 años se casó con Facundo Sosa, con quien durante décadas fueron de campo en campo desmontando, solos con el hacha, la cuña y el mazo.
«Para los caldenes más grandes usábamos el serrón (sierra larga que tiene un asa en cada extremo). Mi marido tiraba de un lado y yo tiraba del otro, así los íbamos tirando», recuerda.
«La primaria no la pude empezar siquiera porque vivíamos en el campo», lamenta Juanita, que enseguida agrega, orgullosa: «Pero de grande fui yo misma la que abrí el camino (ahora ruta provincial 11) que lleva a la escuela albergue El Tala, en Rancul, donde estudiaron mis hijos».
El cuerpo cansado de Juanita recobra toda su fuerza cuando se aferra al hacha –y no la suelta– para demostrar cómo es que solían cortar la madera del caldén.
A su lado y agarrada de las manos camina monte adentro Mirta Benítez.
«De mis ocho hijos, cuatro fueron criados en el monte y los otros cuatro en ‘cuna de oro’, en el pueblo», cuenta Mirta (70) y una risa fácil se le dibuja en su rostro agrietado por el viento impiadoso de La Pampa.
«No era fácil. Cuando eran bebés me los llevaba en un cajoncito de madera y los acomodaba bajo un caldén. ¿Sabes quién me los cuidaba mientras hachaba? Un perrito, él los vigilaba», recuerda.
Al campo llegó «de grande» cuando fueron a trabajar con Lalo, su marido que hoy tiene 82 años, con quien se casó a sus 15 años. Criada en el pueblo, admite que no sabía, realmente, lo que era el monte.
«Cuando llegamos allá, no lo podía creer. Miraba el toldito de paja y me preguntaba: ¿Acá vamos a dormir? No había nada, sólo caldén. Nunca tuve tanto miedo como esa noche», narra Mirta de su llegada al campo en Colonia Lobocó, al sur de La Maruja.
En un pozo semi subterráneo para que conservaran la temperatura, las familias hacheras levantaban sus toldos con horcones, palos a pique, ramas y pasto puna.
Mirta estuvo 20 años en el campo y le gustaba, asegura, pero cuando le salió «su casita» en el pueblo por un plan social provincial no dudó.
Como todas las hacheras, Mirta tenía un único deseo: rescatar a sus hijos del monte.
«Yo no los quería mortificar toda la vida en el hacha, quería que busquen un trabajo más liviano», señala.
El hacha vuela y tajea, con un golpe certero, la madera dura del caldén. Margarita Sabugo es determinante y probablemente fue eso lo que la llevó, décadas atrás, a torcer el destino que parecía estar escrito para ella y sus hijos.
Hija de hacheros y criada en el campo, se casó a los 22 años con Ceferino, que era hornero.
Un día, un médico de Paraguay, el doctor Aquino, vino a ofrecerle a su cuñada una capacitación en Santa Rosa, capital provincial, para ser enfermera: «A la pobre no la dejaron y a mí nadie me invitó, pero le pregunté a Ceferino si podía ir y, contra todo pronóstico en esa época, me dijo que sí. Aquino aceptó y enseguida me puso a aprender. Fue mi salvación», reflexiona.
Margarita, que ahora tiene 81 años, fue la enfermera del pueblo durante cuatro décadas, encargada de los partos y la vacunación. El vacunatorio del Hospital de La Maruja hoy lleva su nombre.
De chica, la policía debió obligar a su padre para que la manden a la escuela rural y él sólo cedió con una condición: lunes, miércoles y viernes estudiaba, martes, jueves y sábados ayudaba en el campo.
«Me encantaba ir a la escuela, me iba bien. Fui hasta tercero, tenía el pase para cuarto pero no me mandaron más porque ya tenía 12 o 13 años. Era hachera vieja ya, tenía que trabajar», dice Margarita.
De aquellas épocas sólo conserva una foto en blanco y negro con sus padres frente al toldo en el que vivían.
Fue la única vez que usó vestido: «Yo no me crié de vestido, me crié de pantalón», lanza como si de un manifiesto de principios se tratara.
«Me gustaba el campo, pero era una vida dura, un sacrificio, porque había que levantarse bien temprano y salir con las heladas, pasar sed en el campo (a veces había que caminar leguas para conseguir agua), la carne que se ponía mala», murmura y pierde la mirada entre sus manos que alisan, una y otra vez, el mantel de la mesa.
La voz se le endurece y las cejas negras se le fruncen a Feliza Tello, la más joven de las hacheras, cuando habla de su vida en aquellas tierras relegadas.
«Lo hice siempre por mis hijos», dice Feliza (61), mujer esbelta de manos macizas, tercera generación de hacheros y madre de 12 hijos.
«Mi marido no quería que yo trabajara, yo me mandé igual», comienza la mujer, que en diálogo con Télam se anima a hablar, aunque con cierto recelo, de algo recurrente en aquel tiempo: el consumo problemático de alcohol de la mayoría de los hacheros y las situaciones de violencia que se desataban.
Era una cadena de sometimientos: de la mujer frente a su marido y de éste frente a los patrones, que los sometían a condiciones laborales inhumanas.
«Por ahí él se iba al pueblo y no volvía por 15 o 20 días, mientras tanto yo seguía trabajando», asegura la hachera.
Y continúa: «Sin embargo, jamás vi plata del hacha. Fueron muchos años de laburar y no tener nada».
Aún embarazada o amamantando seguía hachando igual esta madre del monte que sólo cuando nació su hija con discapacidad decidió terminar esa vida e iniciar una nueva en el pueblo.
«A diferencia de nosotras, son pocos los hombres que han trabajado el hacha para criar a los hijos», expresa con bravura Feliza que cierra: «Y encima éramos guapas para hacerlo».
Hacheras en la actualidad: una cartografía de la actividad en La Pampa
Con situaciones de informalidad persistente, aunque atenuadas por la Ley de Bosques y otras normativas locales, y con las mujeres aún invisibilizadas, es como se desarrolla en la actualidad el trabajo de los hacheros y hacheras en La Pampa, según una cartografía realizada por la Universidad Nacional de La Pampa (Unlpam) y el Ministerio de Producción local.
El relevamiento, que está en su versión preliminar, fue realizado por Mario Mendoza, docente de la Facultad de Agronomía de la Unlpam, a fin de conocer las condiciones de vida actual de los hacheros y poder «crear políticas públicas en torno a ese sujeto».
En total se registraron 189 hacheros y hacheras activas en la provincia, de los cuales 100 fueron entrevistados, pero se calcula que son «apenas un 20 o 30% del total».
«Sin embargo, son pocos los que están trabajando a full con el hacha, en general hacen trabajos estacionales (en junio y julio) y luego complementan con albañilería y otras actividades», explicó Mendoza en diálogo con Télam.
El trabajo se realiza en cuadrillas, en familia o de manera individual, y hay hacheros contratistas, por cuenta propia, contratados en predios agropecuarios con «buenos acuerdos» o trabajando «con sus esposas e hijos sin grandes reconocimientos», detalló el informe.
Del total de trabajadores relevados, sólo cuatro son mujeres, seis hacheros mencionaron trabajar con sus esposas y otros 15 refirieron tener una «cuadrilla familiar».
«En el relato de los hombres, tanto cuando hablan del pasado como del presente, las mujeres hacheras están ‘minorizadas’. Sin embargo, tienen un rol central en la economía y la organización del hachero, trabajaron siempre a la par», sostuvo el docente.
En ese sentido, enfatizó en la necesidad de «reconocer la participación de las mujeres en los contratos», que suelen ser con el varón.
«La mujer también entra al monte junto al varón, pero sin seguro ni reconocimiento económico. Revisar esos contratos fue una de las demandas (que el informe eleva) al ministerio», agregó el investigador, quien también instó a repensar «el rol que tuvieron siempre».
«Por las condiciones en las que trabajaron siempre, los varones realmente han sido muñecos de trapo que se desmoronaban sin sus piolines, las mujeres. Esa fue la magnitud de su rol», expresó.
Los y las hacheras cumplieron durante décadas un rol importante en las economías locales de La Pampa y también «en tanto símbolos identitarios del lugar».
En la actualidad es una actividad que se lleva a cabo «con menor intensidad» ya que el desmonte, el sobrepastoreo y los incendios forestales «han contribuido a la reducción y degradación del caldenal».
Especialistas locales rescatan, sin embargo, el valor del trabajo y los conocimientos de los y las hacheras para la preservación y cuidado del bosque pampeano, que «depende en gran medida de la puesta en práctica de planes de manejo que utilicen la fuerza de trabajo de las y los hacheros».
Sancionada en 2011, la Ley Provincial de Bosques N° 2.624 busca proteger y conservar las áreas de bosques y regular las actividades relacionadas a la explotación forestal.
«Además de buscar preservar, la ley mejoró mucho las condiciones de los hacheros porque implica un ordenamiento de los contratos y estimula la organización en cuadrillas, hay mas posibilidad de reclamar mejores condiciones en un oficio que no está gremializado», señaló Mendoza.
Sin embargo, hay un porcentaje de hacheros familiares e individuales «que quedan por fuera» y que aún persisten en una «informalidad atroz».

