François Ozon traslada el famoso libro del prolífico autor a la gran pantalla y, aunque soporífera, no le ha salido mal

A François Ozon le ha dado por adaptar a Albert Camus. El director, que va casi a película por año, ha querido hacer lo mismo que hizo Luchino Visconti en 1967 con Marcelo Mastroianni. Eso de llevar a la gran pantalla el libro más popular del prolífico autor: El extranjero; el primero del novelista, ensayista, dramaturgo, filósofo y periodista. Y el resultado es una obra lánguida, ceremoniosa y bella.
Meursault (Benjamin Voisin) es un francés que vive en Argelia en los años 30. Un día recibe un telegrama que anuncia que su madre ha muerto. Pide un par de días en el trabajo y se marcha a la residencia en la que vivió y murió su progenitora para enterrarla. Con un viaje en autobús que se antoja muy incómodo, una noche velando el cadáver de su madre y su funeral a la mañana siguiente, ya intuimos que algo no va bien: Meursault ni siente ni padece. Al día siguiente del entierro se reencuentra con Marie (Rebecca Marder), una amiga, y tienen una cita. A medida que evoluciona la relación, seguimos en las mismas: el protagonista es frío y no demuestra la más mínima emoción. Tampoco sus vecinos, uno que maltrata a su perro y otro que maltrata a su novia, despiertan en él el más mínimo atisbo de conflicto moral.
Meursault es taciturno, indiferente y su desapego a la vida es total, pero hay algo en él que busca llenar ese vacío. Y ahí está, un día decide intentarlo, eso de sentir algo, en una playa alejado de todos y de todo. Meursault tiene una pistola en el bolsillo y un hombre delante. Y opta por disparar. El asesinato de un árabe le lleva a una cárcel y a un juicio en el que culpa al sol del homicidio. Su condena es la pena de muerte: irá a la guillotina.
La ira de un hombre vacío

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Ozon, optando por el blanco y negro, se toma su tiempo para desarrollar a Meursault en pantalla, para que nos acostumbremos a él y su apatía, que se cuela en cada fotograma del filme. Es coherente que la película sea indolente porque su protagonista lo es, pero también perjudica el relato: El extranjero es una propuesta tremendamente plomiza.
El cineasta coloca a Meursault en varios escenarios para demostrar cómo actúa y reacciona: una muerte de un ser cercano, un romance y un conflicto. Benjamin Voison, que da vida al protagonista, acompaña bien a Ozon en su ambicioso proyecto: un actor sostenido, tranquilo e indiferente. Eso hasta que le toca explotar. Solo cuando se enfrenta cara a cara a Dios -en la forma de un sacerdote al que da vida un gran Swann Arlaud-, después de ser condenado a muerte, cuando vemos realmente a un humano.
El extranjero empieza avisando del crimen: Meursault es llevado hasta una celda en la que se le pregunta qué ha hecho. “He matado a un árabe”, responde. De ahí, el filme viaja a los días previos al asesinato en una Algeria con tensiones entre las comunidades francesa y argelina que, como todo, poco importa al protagonista.

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Meursault es un personaje a la deriva, que va siguiendo la corriente de los acontecimientos que ocurren a su alrededor sin pensar demasiado en ellos. Por eso ayuda a su vecino maltratador sin preguntarse si lo que está haciendo está bien o mal. Por eso, cuando su novia Marie le dice que le gustaría casarse, él no se niega pero tampoco se entusiasma. La frase favorita de Meursault es “no lo sé”.
A nivel artístico y visual, El extranjero exuda perfección. Sus imágenes son hermosas. Ozon sabe qué meter en escena y cómo contarlo sin algarabías, optando por la belleza de la simpleza. Los diálogos también van en la misma línea: son certeros y ayudan a dibujar la personalidad de los personajes. Ya ves, a Ozone le ha dado por adaptar a Camus y, aunque soporífero, no le ha salido mal.