Por suerte, Edward Berger no se ha olvidado de ser ceremonioso con la arquitectura después de lucirse con El Vaticano en ‘Cónclave’
La cara de Colin Farrell está en casi todos los planos de Maldita suerte. No es solo su rostro, es su semblante enajenado, apoteósico, frenético, sudado y al borde del desmayo. Lo de Farrell en Maldita suerte es una interpretación agotadora. Para él, probablemente, y para el espectador. Lo nuevo de Edward Berger es la historia de un ludópata que deja más preguntas de las necesarias sin resolver. Un filme confuso, machacón y absurdo a ratos.
Maldita suerte es la adaptación de la novela homónima de Lawrence Osborne. Lord Doyle (Farrell) es un estafador y adicto al juego que ha llegado a su límite en Macao. Allí, en la región China, vive en un hotel de lujo y su deuda ya ha superado una cifra más que problemática. Pero es un adicto y sus problemas de dinero no le impiden seguir apostando en casinos. Su juego favorito es el bacarrá, en el que gana la mano de cartas cuya suma se acerca más al número nueve.
La única relación que le aporta algo positivo es la que tiene con Dao-Ming (Fala Chen), una mujer que trabaja en una de las salas de juego y que también está pasando por un momento difícil. Tras su desaparición, los problemas de Lord Doyle crecen. Su salud está deteriorada, no tiene dinero y una estrambótica mujer (Tilda Swinton) le da caza: ha descubierto que ha robado dinero y le exige que lo devuelva. Si no lo hace, irá a la cárcel.
La extravagancia de ‘Maldita suerte’

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La interpretación de Farrell no es lo único extravagante de Maldita suerte. Casi todo en esta película lo es: la caracterización del actor, los colores, las ropas, las luces, los escenarios y la forma en la que Berger rueda. Los primerísimos primeros planos de un demente Farrell caen como una losa. Es demasiado. Es exagerado. Es desmedido. Es coherente con el viaje del protagonista, su adicción y sus problemas, pero provoca una sensación latosa y pastosa.
La película respira y deja respirar en pocos momentos. Solo cuando Dao-Ming aparece hay calma para el protagonista y el espectador. Ella es el contrapunto en la historia y atrae un mundo mucho más tranquilo. Se nota en los edificios, en los tonos y en su calmada expresión. Dao-Ming es contenida pese a que también tiene problemas. Lod Doyle es una bomba de relojería.
Por suerte, Berger no se ha olvidado de ser ceremonioso con la arquitectura después de lucirse con El Vaticano en Cónclave (2024). Hace que cualquier rincón de Macao tenga belleza. Da igual que se trate de un templo, de una finca, de un casino, de un hotel o la calle. Berger sabe muy bien dónde poner la cámara para que el espacio sea atractivo.
Maldita suerte es parte ‘thriller’ psicológico, parte historia de fantasmas, parte drama, parte comedia, parte película deportiva. Es demasiadas cosas y quiere serlas todas, lo que conduce a un batiburrillo de incomprensiones que hace que sea muy difícil empatizar con Lord Doyle y el resto de personajes, que están desdibujados. Ni Tilda Swinton consigue dejar una gran impresión. Todo eso perjudica al desenlace: la gran apuesta del protagonista. Debería ser un momento de tensión acumulada, pero es, en realidad, una situación en la que poco importa si Lord Doyle gana o pierde.
Si Maldita suerte fuese una jugada al bacarrá, la suma de las cartas estaría lejos del nueve.