Imagina estar viendo TikToks. Durante tanto rato que pierdes la noción del tiempo. Scrolleas con el dedo: un vídeo, otro, otro. Todo se mezcla. Nada es del todo real, nada es del todo mentira. El cerebro, en piloto automático. Así una hora. Una hora y media. Casi dos. Y cuando levantas la vista, no recuerdas bien qué has visto ni cuándo, pero sabes que algo ha pasado. Así resumiría el concierto de Rusowsky en el Movistar Arena: una sucesión de estímulos demasiado cortos para procesarlos y demasiado largos para olvidar. Un espectáculo que no te da respiro ni te da respuestas.
Margaritasu álbum debut, es uno de los discos más comentados del año, y probablemente también uno de los más influyentes. Una nueva forma de entender el pop, de estirarlo hasta que se deforma y ver si aguanta. Pero si alguien espera encontrarse en directo una réplica del disco de estudio, algo en la línea de Catr7el y Paco Amorosoaquí no es el lugar. Si espera un espectáculo con dirección artística cerrada, estética definida y narrativa coherente, como puede ocurrir con Judelinetampoco. Lo de Rusowsky es otra cosa: un directo donde cada canción se convierte en un remix de sí misma y el público tiene que elegir entre entregarse al caos o intentar descifrarlo.
El Movistar Arena estaba a reventar. Entradas agotadas desde hace meses. El ambiente, el de las grandes noches. Él mismo lo admitió en la recta final: jamás habría imaginado algo así. Es creíble: hace apenas un año, en mayo de 2024, su show era mucho más pequeño, llenando La Riviera. Ahora es otra criatura: más grande, más ruidosa, más imprevisible. Lo que no está tan claro es si el show ha crecido a la misma velocidad que el hype o si el hype ha devorado al show. Lo que sí queda claro es que el resultado no es cómodo para todos los públicos, ni busca serlo.
El escenario impresiona de entrada: seis coristas, bombos, baterías, guitarras, bajos, pianos… parece que vas a asistir a un directo casi orgánico. Pero lo que ocurre es más un collage sonoro que un concierto clásico. Todo está procesado, intervenido, distorsionado. No sabías si el sonido de la voz y los instrumentos era bajo, alto, estridente o mecánico, bien por intención o bien por fallo. Por supuesto, y esto es lo más interesante, todo ello estaba procesado con una pátina de ruido, autotune y nostalgia. Las canciones se estiran, se rompen, se aceleran y se ralentizan sin previo aviso. Pasan de speed versión a reverb slow como si alguien estuviera jugando con los botones y viendo a ver cómo reacciona el público.
Y ahí es donde empieza lo interesante. Al cabo de unos minutos, el concierto se convierte en un viaje sensorial que roza lo hipnótico. Una especie de nostalgia por algo que no viviste: por unas vacaciones eternas en Benidorm, entre María Jesús y su acordeón, los ingleses borrachos y el sonido gabber de las discotecas. Un pasado distorsionado donde Radiolé está presentado por Anthony Fantano. Era todo como una marca inacabada, una imagen constante de sonidos e imágenes post covid donde todo tiene cabida. Todo convive en este collage sonoro, donde lo popular, lo kitsch y lo experimental se abrazan sin pudor. Puede aparecer un Tristán enmascarado y con gorra de plato militar, Ralphie Choo vestido de Cassano cuando fichó por el Real Madrid, Aparte cantando Papi Chulo en sudadera, Las Ketchup bailando el Aserejé a ritmo de “Johnny Glamour” o unos Mafia latina llegados de México a los que no se les escuchaba, y todo tiene sentido, o ninguno.
El público, por supuesto, está entregado. Cada giro inesperado arranca gritos, móviles en alto, como si estuvieran esperando el instante exacto en que el caos se convierte en arte (o viceversa). Aunque, en algunos momentos, parecía más un ritual de hipnosis colectiva que un concierto. Sales del Movistar Arena sin saber si has asistido al futuro del pop español o el tráiler de un futuro distópico de la música. Pero sonríes. Porque si algo tiene Rusowsky es que incluso cuando no sabes qué está pasando, te obliga a seguir mirando. Y no siempre por las razones que esperabas. Por ello, su concierto es un video de TikTok de 100 minutos. Contradictorio.
Pasadas las nueve, el Movistar Arena se llenó de humo. Aunque salía de las máquinas, en las pantallas parecía que un chaval, con su vaper, lo expulsara directamente sobre el escenario, cubriendo a toda la banda con una nube. La escena se repitió dos veces: ¿guiño artístico o fallo de producción? Nunca quedó claro, y quizá esa duda fue la mejor introducción posible para lo que vendría después. Una docena de músicos ocupaban el escenario, todos con una estética que recordaba a Johnny Ramone vestido de blanco y con gafas Carrera. En el centro, Rusowsky: mismo corte de pelo, pero teñido de rubio, traje de lentejuelas con su álbum bordado en la espalda, un híbrido entre Elvis Presley en las Vegas y un crooner de la era post internet.
El arranque con una versión ralentizada de “Johnny Glamour” trajo el primer tropiezo técnico de la noche, asumido por el propio artista con sarcasmo: “Hoy es un día especial. Vamos a cantarlo todo… Estamos teniendo un problema técnico, vaya comienzo de puta madre”. Una vez solucionado, la guitarra de Ruso llevó “ALTAGAMA” de balada íntima a estallido rave, como si quisiera dejar claro que aquí nada iba a quedarse quieto demasiado tiempo.
“Brujita” y “4 Daisy” confirmaron que este sería un concierto de transiciones extrañas pero imposibles de olvidar. En la segunda, Rusowsky volvió a colgarse la guitarra y, bajo una tormenta de flashes de móviles, regaló el primer gran momento de comunión con el público. La banda, más orgánica que en otras giras, encontró su punto más alto en “SOPHIA”, con un sonido más crudo y menos prefabricado.
A partir de ahí, el concierto se desató en un collage frenético: invitados sorpresa, videomemes de menos de cinco segundos, de Britney Spears con cuchillos a stickers de WhatsApp, pasando por Tralalero tralala, Elon almizcle O Tung Sahaury canciones que se atropellaban unas a otras en una secuencia casi caótica. En medio del desorden apareció Tristán con “CELL”, cuya gorra militar y antifaz lo acercaban más al espíritu de Eduardo Benavente que al del pop contemporáneo. Fue una de las colaboraciones más sólidas de la noche, aunque la avalancha de estímulos amenazara con devorarla por completo.
Con “pikito” se rompió cualquier idea de linealidad. Luces estroboscópicas, bajos en subida y una sensación de rave de madrugada inundaron el Arena. El delirio alcanzó su pico con la entrada de Mafia latina para “neo roneo”, seguida de “(ecco)” y “pink + pink”. Para entonces, aquello era un club improvisado donde el público saltaba y gritaba como si el concierto no fuera a repetirse jamás. Y puedo que no se repita.
Esta parte salvaje, caótica y descontextualizada no era más que el calentamiento. Un vídeo casero en 240p de un hombre metiendo el móvil en un microondas, no sabemos si advertencia o performance, fue la señal de que la cosa se iba a poner caliente. Y vaya si se puso: apareció en pantalla un meme de un gorila seguido del emoji de la cara con beso y, de repente, “KINKI FÍGARO” reventó el Movistar Arena.
Cuando quisimos darnos cuenta, Rusowsky ya se había cambiado de vestuario, seguía con lentejuelas, claro, y El Zowi estaba en bragas y sudadera, tomando el escenario a gritos con “sukkKK!!”, entre distorsiones y hyperpop. La transición fue tan brutal que pasar de versos como El toto gordo como un bizcocho, el toto de tu puta está pocho a la balada coral de “BBY ROMEO” fue casi un acto de violencia estética.
La sorpresa llegó a mitad del tema: Ralphie Chooseguramente el invitado más esperado de la noche, apareció en escena, abrazó a Ruso e interpretó el tema junto a él en lo que fue uno de los momentos más emotivos del concierto. Ralphie no se movió del escenario y juntos aprovecharon para dar paso a “GATA”, mientras las pantallas se llenaban de vídeos de gatitos, porque en el universo de Rusowsky no hay nada que no pueda ser meme. El concierto avanzaba a golpe de estridencias y destellos. Uno de los momentos más emotivos llegó con un vídeo casero homenaje a Rusia idkel sello que está reescribiendo las reglas del pop español, con clips granulados y fotos de archivo de todos sus protagonistas. Era casi un guiño a los que llevan tiempo siguiendo la escena: un recordatorio de que este fenómeno tiene historia y comunidad.
Después, Rusowsky volvió a sentarse al piano. Otra vez bajo una lluvia de flashes, convirtió “mwah :3” en un pequeño paréntesis íntimo antes de soltar el gran himno de la noche: “malibU”, coreado a gritos por un Movistar Arena que parecía no querer que terminara nunca.Y entonces llegó el delirio: Las Ketchup irrumpieron en el escenario para interpretar “Johnny Glamour” y lo que vino después fue directamente un ritual colectivo de nostalgia: toda la pista bailando el “Aserejé” como si fuera 2002. De ahí a romantizar la España pre-burbuja inmobiliaria hay un solo paso, y anoche casi lo dimos. Pero desde luego que en un futuro próximo se dará. A esas alturas, todo era posible. Por un segundo, los gritos del público hicieron pensar que C. tangna aparecería para cantar “Bien :(”, pero no. En su lugar volvió Ralfie Choo para “Dolores”, regalando el último gran momento emotivo de la noche.
Tras agradecer a la banda, técnicos y amigos, Rusowsky cerró con “Valentino”, dejando al público con la sensación de haber asistido a algo que desafiaba cualquier definición de concierto. Fue una especie de rave emocional, un teatro del absurdo donde memes, invitados y cambios de registro no sólo coexisten, sino que se retroalimentan en un espectáculo caótico y a ratos delirante. Entre distopía y genialidad, para bien o para mal (según el gusto del consumidor) Rusowsky mostró, sin filtros, la ruptura generacional del pop independiente: arriesgado, impredecible y capaz de desafiar cualquier expectativa preconcebida que uno pueda albergar.
Foto: Jorge Platero (Last Tour)