Los setenta fueron un momento floreciente para nuevos y atrevidos directores que estaban forjando una nueva personalidad para Hollywood. Sin embargo, sus progresivos excesos estaban empezando a ser poco del gusto de ejecutivos, que estaban además mirando como emergía el blockbuster en películas como Tiburón y Star Wars. Conforme se acababa la década, cineastas como Martin Scorsese eran un arma de doble filo.
A pesar del éxito y veneración de Taxi Driver, la siguiente colaboración del director con su estrella Robert De Niro no se tradujo en un blockbuster, sino en un rechazo notorio. New York, New York fue su intento de cine musical clásico que fue destrozado por crítica y público, lo que exacerbó problemas que fue desarrollando durante el set de rodaje.
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Por aquella época Scorsese había desarrollado una fuerte adicción a las drogas, especialmente a la cocaína. Esto complicó la confianza que Hollywood depositaba en él, a pesar del indudable talento que poseía como cineasta. Estas dificultades acentuaron su enganche, que puso en jaque su ya delicada salud. En 1978 asistió al Festival de Telluride, en Colorado, donde la altura afectan a la calidad del aire, y el director sufrió un desmayo. Sin darle más importancia, y considerando la altura montañosa como factor desencadenante, volvió a Nueva York.
Un choque de realidad
Pero nada mejoró, y la combinación de su asma con su consumo ferviente y continuo de cocaína le llevaron de nuevo de manera urgente al hospital. En el libro Easy Riders, Raging Bulls, la biblia que relató el ascenso y caída del Nuevo Hollywood, su novia de la época Isabella Rossellini contó que estaba fuera de la ciudad cuando se produjo el colapso, y parte de ella asumió que no iba a volver a ver a Scorsese con vida.
Casi acertó, porque los médicos le contaron al director que su situación era crítica. Su medicación para el asma y la cocaína de la que abusaba estaban creando una mezcla mortal en su sangre, que ya no tenía plaquetas en aquel momento. De continuar y no ponerle remedio, podría sufrir una hemorragia cerebral total. En cierto punto, Scorsese se encontraba sangrando por todos los orificios de su cuerpo.
La experiencia le cambió la mentalidad severamente, y volver al cine era la mejor manera que veía para no caer de nuevo en ese pozo. Cuando ya se estaba recuperando, su buen amigo y colaborador Robert De Niro se acercó al hospital para traerle la película que iba a cambiar el rumbo para todos.
No era la primera vez que le hablaba de Toro salvaje, y veía clara su obsesión por la vida del boxeador Jake LaMotta, pero Scorsese accedió en esa ocasión con una condición: “Tenemos que ser realistas”. Habiendo vivido su propia caída a los infiernos, Scorsese estaba listo para contar la vida de una antigua estrella en su punto más bajo.
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