La primera película en solitario del cineasta Benny Safdie narra el auge y caída de una de las primeras estrellas de la UFC.
The Smashing Machine es, en muchos sentidos, una película que deja al espectador descolocado. Benny Safdie no parece interesado en rodar un ‘biopic’ deportivo al uso, ni en regalar al público la catarsis habitual de este tipo de relatos. Lo que propone es un viaje fragmentado, íntimo y melancólico a la mente y al cuerpo de Mark Kerr, un luchador cuya vida estuvo marcada tanto por la gloria en el ring como por las grietas abiertas fuera de él. Como si de un documental se tratara, la cámara del director parece contemplar el relato desde fuera, manteniendo la distancia y sabiendo que el verdadero drama se esconde en los silencios posteriores a los golpes. En los combates, más que sumergir al espectador en la violencia física, lo mantiene al margen, como si se tratara de una coreografía observada desde la barrera. El resultado es un retrato que rehúye la épica para abrazar la fragilidad.
Ese tono contemplativo dota al filme de un pulso singular, pero también lo expone a contradicciones. En su primer tramo, la estrategia de Safdie resulta hipnótica: nos acerca a un Kerr que se desmorona lentamente, cuya fuerza física esconde una vulnerabilidad extrema. Sin embargo, cuando la narración debería confluir en el ‘clímax’, en el inevitable combate decisivo, esa apuesta estética parece perder energía. La película se tambalea entre el retrato íntimo y las convenciones de un género que exige liberación emocional, y en esa fricción se perciben fisuras: el relato no termina de entregar toda la intensidad prometida, aunque sugiere, con esa misma renuncia, un gesto coherente con la vida de Kerr, marcada más por derrotas interiores que por victorias gloriosas.
Dwayne Johnson en el papel de su carrera
La gran sorpresa -y el corazón de la película- es Dwayne Johnson. Su transformación es radical, hasta el punto de resultar irreconocible. El maquillaje y las prótesis ayudan, pero es su trabajo físico y emocional lo que marca la diferencia. Johnson encarna a Kerr desde la contención: modula la voz hasta suavizarla, altera su postura corporal y reduce su gestualidad habitual. La estrella se convierte en un hombre agotado, introspectivo, casi invisible. Se podría decir que ‘The Rock’ ya tiene su propio Rocky: un papel arriesgado que rinde frutos. Cada estallido de rabia, cada momento de ruptura, adquiere una fuerza multiplicada porque llega después de largos instantes de silencio y contención. La relación con Emily Blunt, en el papel de Dawn Staples, aporta la dimensión doméstica y emocional, aunque con resultados irregulares. Hay escenas que transmiten la ternura de una pareja atrapada en un torbellino de adicciones, frustraciones y tensiones; otras, en cambio, parecen diluirse en la superficie, como si no encontraran el tono adecuado entre lo romántico y lo dramático.

© Leonine
Más allá de las interpretaciones, la película plantea un retrato descarnado de la violencia y sus secuelas. No hay exaltación de la disciplina deportiva ni discursos heroicos: lo que vemos es un cuerpo roto, un hombre enfrentado a su adicción a los analgésicos, un atleta atrapado entre la exigencia de rendir y el coste de hacerlo. La violencia es presentada como un mecanismo que, a la vez que da fama y sustento, devora a quien la practica. No es casual que las escenas más perturbadoras no sean los combates, sino aquellas en las que Kerr mide la dosis de opiáceos que inyectarse o trata de respirar tras el entrenamiento. El título The Smashing Machine cobra aquí su pleno sentido: no solo describe al luchador, sino al sistema que lo reduce ser una pieza más, a máquina de romper que inevitablemente se quiebra a sí misma.
La atmósfera visual refuerza esta idea. La fotografía opta por tonos apagados, que evitan cualquier glorificación estética del deporte. La cámara se centra en rostros cansados, cicatrices, sudor y silencios. La música, lejos de lo grandilocuente, se alía con lo melancólico: fragmentos de Elvis, sonidos atmosféricos y silencios prolongados que dejan al espectador en un estado de incomodidad. Todo ello contribuye a una experiencia que se percibe más cercana a la crónica de un derrumbe que al relato de una victoria. No se trata, por tanto, de una película que busque gustar a todos. Pero eso es uno de sus grandes valores: la propuesta de Safdie obliga al espectador a mirar al luchador no como héroe, sino como hombre roto. Y Johnson, ofrece la interpretación más arriesgada y madura de su carrera.
The Smashing Machine no es perfecta: su narrativa irregular, su distancia emocional y ciertos tropiezos en la construcción de personajes secundarios le restan contundencia. Pero sus aciertos levantan notablemente su nota: una mirada íntima y honesta sobre la violencia, una atmósfera visual coherente con su discurso y una interpretación protagonista que sorprende por su vulnerabilidad. Lo que queda, al final, no son los aplausos del estadio ni los montajes triunfalistas, sino el eco de un silencio incómodo, el retrato de un hombre que, pese a su fuerza descomunal, se derrumba en privado.